¡Te he dicho que no lo toques!, no le pude decir. Tampoco se lo pudo decir la niña de cinco años a la que no le importaba que su árbol no tuviera raíces, que flotara como sentía que flotaba ella sentada en su banquito de madera, mientras miraba su hoja de papel, esperando que se llenara de algo que iba a ir saliendo, conforme se animara su lápiz a hacer trazos, ocupando cada forma su sitio y, más adelante, cada color su lugar. Quizás fueran a ser tallos, quién sabe si hojas. ¿Alguien más lo podía saber? No. Pero la asistenta, por razones que desconocemos hasta el momento con exactitud, tuvo prisa por perturbarle la vida al árbol, al que le daba la gana de continuar desarraigado, forzando sobre él unas horrendas líneas negras, con un movimiento como el de la cabeza de la medusa, pero invertida, mirando hacia abajo, donde solía mirar siempre, confundiendo el cielo con el infierno y el infierno con el cielo. Ella, para quien la vida era muerte, la muerte, vida y, todo lo demás, iba colocado al revés; pero eso sí, cada acto acompañado de la mano de su único dios y de esa virgen de manto celeste, coronada de pena por recuerdos de espinos. La suya, que figuramos honda, pretendía ignorar la imagen que la niña tenía ya grabada en la cabeza, y lo hizo, arrastrándola al mundo donde nada nuevo se debe imaginar. Las lágrimas calladas de la niña, quisieron contarnos de la vida del árbol elevado y no tenían porqué esperar.