Me dio un sopapo en la mano mientras escribía. La sensación de sorpresa y espanto me duró unos segundos en los que procesaba lo que había ocurrido. Él, de pie, me miraba entretenido, como estando muy seguro de sí mismo y de su proeza, en la misma forma en que una persona en una aparente situación de superioridad tendría frente a otra. Estábamos en el salón de clase, con tres filas de carpetas y de alumnos sentados en ellas; todos adolescentes universitarios, y yo una mujer de 50 años con el espíritu abierto de eterna aprendiz. El aula era de tamaño mediano, sin ventanas, rectangular, largo hacia los lados y con una puerta detrás. Mi cuaderno de apuntes era grafico, como suelo registrar lo que voy aprendiendo, y grueso, como suelo ir llenando las hojas de mis blocks. Ahora estábamos en un capítulo sobre el cual debíamos contestar una serie de preguntas, a modo de comprensión lectora. Yo había tenido que faltar a clases y ese día para colmo había llegado tarde por motivos familiares. Por ello, me sentía avergonzada y culpable, pero a la vez sentía cómo un calor iba subiendo rápidamente por mi cuerpo hasta llegar a mi cabeza, como puede hacernos sentirnos cualquier humillación pública. El sentimiento provocó una exclamación indignada: ¿Por qué me pega?!, interrumpiendo así el flujo de su clase. Se hizo un silencio incómodo en el que se paró momentáneamente el tiempo. ¿Que dices?, me preguntó sorprendido. Me dio la impresión que no estaba acostumbrado a que nadie lo contrariara en clase. Debo haberle repetido la pregunta con firmeza, a lo que me respondió altanero: “No has hecho la tarea y no se escribe mientras hablo!”. Eso me enfureció aún más. Ya se había declarado abiertamente la guerra y sin visos de conciliación a la vista. “Es un abuso de poder!”, le contesté y continué atizando el fuego: “Si usted fuese un buen profesor de historia, sabría que esto se llama abuso de poder!”. Era claro que él no podía creer que una alumna se le enfrentara. Nadie lo había hecho antes, aparentemente. Con la intención de no permitir tamaña afrenta de mi parte, siguió avergonzándome frente a los demás con su actitud patanesca; quizás como una medida de supervivencia. Me puse en pie furiosa y a punto de llorar y dispuesta a irme inmediatamente. Mientras recogía rápidamente mis cosas, recién ensayó una disculpa intentando recuperar el control y contándome cómo me tenía en tan alta estima, que incluso le había leído un cuento mío a su padre. Como si eso tuviera algo que ver con lo que estaba sucediendo y pudiera tranquilizarme. SIn embargo, ese intento no pudo convencerme. Ya estaba decidido. No tenia nada mas que hacer ahí. Me levanté, terminé de recoger mis cosas y me fui, no sin antes dejar en claro que pegar a una alumna era grave y que lo denunciaría ante las autoridades de la universidad. Con una honda tristeza, porque siempre había sido muy aplicada y responsable, pero a la vez siempre justiciera, desperté queriendo volver.