Hoy tuve que llenarme de valor y despedirme de varias piezas de cerámica de mis alumnos pequeños. Unas, las más elaboradas, las guardé cuidadosamente en cajas de cartón, pero otras las tuve que botar: esa palabra, asociada a obras de arte, me suena a sacrilegio. Dentro de la historia de creación de cada pieza, hay muchas otras historias. La del material es una, otras son las que transmiten las imágenes. Deshacerse de una obra es, de alguna manera, deshacerse de esas historias.
Observo las piezas y me hablan de una época anterior a esta, en la que podíamos estar juntos, compartir, acercarnos y jugar sin miedo. Mostrábamos la expresión de nuestras caras en vivo y en directo, sin tapabocas, reconociendo gestos, sonrisas, enfados. Hemos tenido que aprender a descifrarnos tapados. ¡Y cuánto nos ha costado! La proximidad de carne y hueso la vivimos hoy como un lujo; ya no se toma por sentado, como antes. De eso, y de tantas otras cosas más, nos hemos tenido que despedir abruptamente, sin la posibilidad de decir adiós, ni siquiera «hasta luego».
La sensación que tengo ahora del tiempo es como si fuera una materia flexible como el barro. Dos semanas se convirtieron en casi dos años en los que nuestros encuentros se dieron, casi exclusivamente, a través de pantallas y mensajes de texto. Echo de menos la experiencia real. Quizás sea esa la razón por la que en los vínculos afectivos, me sucede algo parecido. Los encuentros y las despedidas permanecen como suspendidas en un intervalo en el que, al menos para mí, el tiempo pasa y al mismo tiempo no lo hace:
-Ojalá nos podamos ver, para despedirnos.
-Ya nos veremos.
Estoy segura que mis alumnas y alumnos ya no recuerdan que dejaron sus obras de arte en el taller hace dieciocho meses, cuando nuestra vida paró de golpe. Yo soy la única que lo recuerda. Por un lado, porque aún las veo en las repisas por donde camino cada día que estoy en el taller pero, por otro, porque aún sin verlas, permanece un especial apego por ellas.