“Corten así. La boca se hace así, miren. La pegan aquí, debajo y luego se mueve la cara de esta forma, ven?”, les dice a las niñas y niños pequeños. Tienen cinco años e incluso, desde antes, se les muestran los caminos y cómo los deben recorrer para alcanzar el éxito, llegar rápidamente al destino. El descubrimiento está descartado de antemano, porque se pierde tiempo. Aún más, las emociones que se pudieran generar pasan rápidamente por un ancho colador en la experiencia. Mejor les mostramos de frente cómo se hacen las cosas, cómo es el recorrido, desde el punto A, pasando por el B, C, D, hasta la Z, cuidando de no salirse de la línea, del camino. No osemos mirar el paisaje que se abre al lado, podríamos extraviarnos en la contemplación y, lo que es peor, caer a un precipicio.
A mí eso me estruja el corazón. Recuerdo a Ulises en su camino de regreso a Ítaca. Si bien añora llegar a su destino, a lo conocido, a sus raíces, a su casa, el punto de llegada nunca será el mismo, porque aquel viaje será uno rico en descubrimientos, de encuentros, de hazañas, riesgos, de conquistas y develamientos que lo harán crecer. Lo enriquecerán. ¿Por qué debieran ahorrarnos esas experiencias? ¿Qué es más relevante en la vida, el camino o el destino? ¿Qué tiene el poder de conmovernos, de transformarnos, de permitirnos llegar cambiados al destino, de generar comprensiones vitales?, como por ejemplo: ¿Por qué emprendimos el viaje? ¿Cómo lo recorrimos?
Suele asustarnos el trayecto, cuando no nos viene con un detallado manual de ruta. Estamos expuestos al no saber qué sucederá y eso incomoda. Muchos hemos aprendido a funcionar sostenidos por recetas y no concebimos que atravesar un tiempo y espacio de caos, aparte del miedo inicial que nos genera, pueda despertar también nuestras facultades de supervivencia. Imagino echar mano rápidamente a un antibiótico a la primera tos o fiebre. No le damos la oportunidad a nuestro organismo a hacer lo que está facultado a hacer, que es poner en marcha su sistema inmune. Algo así sucede con la experiencia educativa, incluso en lo que debiera ser principalmente una experiencia de descubrimientos: la educación artística. ¿Cuánto de nuestra experiencia de aprendizaje está colmada de esos “antibióticos”?
Me pregunto por qué resulta tan difícil confiar en las capacidades de las niñas y niños o adolescentes, para transformar ese instante incómodo del no saber, para que se pongan en movimiento la curiosidad, la capacidad de imaginar, de transformar el problema, el desafío, en una creación. Tomémonos el tiempo para reflexionar por qué hacemos lo que hacemos, ya que no por ir más rápido al destino, comprenderemos mejor una experiencia. Yendo de prisa y saltándonos partes del proceso tampoco podremos cosechar el significado ni una enseñanza relevante para nosotros.
La niña le puso ojos gigantes al animal. Te miraba vivamente, como preguntándote: ¿quién eres y qué haces ahí? El niño le puso una cola silvestre y tres ojos a la iguana, para que su tercer ojo pudiera ver mejor hacia dónde iba. Luego de unas breves pautas, cada quien se encontró con el material, imaginó rápidamente un animal real o mítico, y la energía se puso en marcha, sorprendiéndonos con su potente fuerza creadora.