Es un acto violento y noto que es algo que hacemos automáticamente, con mucha frecuencia, cada vez que nos topamos con una historia narrada o una vivencia compartida. Es un impulso al que nos es difícil ponerle freno a tiempo. La niña juguetona y sonriente, quiere alcanzar las nubes echada sobre el gras, cantarle al río en noches de luna y escalar muros aparentemente infranqueables con su energía creadora. Una interpretación de las imágenes, contradiría aquello que estas pretenden expresar. No la necesitan, porque se bastan y sobran a sí mismas. Su poder puede alcanzarnos, conmovernos; podemos no darnos cuenta que lo que pretendemos explicarnos, está más vinculado a nuestro propio bagaje de experiencias que a lo que está colocado fenomenológicamente afuera y pretendemos comprender. En vez de detenernos a observar atentamente sus características, nos apresuramos a traducirla. Y cuando la interpretación pretende darle sentido a la vivencia de una tercera persona, lo que hacemos es, en cierto modo, una intromisión, una invasión del hecho de estar vivo y poseer experiencias únicas. Por otro lado, al no ser conscientes de la urgencia de nuestra interpretación, perdemos la oportunidad de mirar aquello que resuena en nosotras cuando atestiguamos una imagen. El misterio a descubrir está en ese eco que produce en nosotras.

 

En el proceso de creación, la interpretación añade ingredientes personales de juicio; es de naturaleza subjetiva, que está necesariamente vinculada al presente con su pasado. El arte no representa la realidad y por ello, si pretendemos analizar la obra, podríamos intentar conocer el contexto en el cual fue hecha, con respeto hacia la creadora y su tiempo. También hay que entender que las imágenes vuelven a nosotras luego de un corto o un largo tiempo. Reverberan internamente y siempre nos sorprende no haber reparado en algo importante en un primer encuentro. En ese sentido, están vivas, son orgánicas y atemporales. Hay una relación de intimidad con la imagen y le compete a cada quien irles quitando, con reverencia, sus capas. Debemos entender que, mucho tiempo después, la imagen se seguirá transformando en parte de lo que somos hoy. Como decía J. Hillman, desempacar una imagen toma toda una vida. Puede ser percibida toda en un solo momento, pero comprendida sólo lentamente.

 

Sería interesante preguntarnos qué es lo que buscamos cuando intentamos indagar en el significado de una imagen. ¿Buscamos un recipiente en donde proyectar nuestra propia experiencia de vida? ¿Hurgamos en una imagen para transformar algo personal, nuestras preguntas existenciales particulares? ¿O quizás busquemos reafirmar nuestra propia visión del mundo? Propongo que las respuestas a esas preguntas las intentemos encontrar en nuestras propias imágenes y para ello deberíamos hacer algo para que se nos revelen, manteniendo una actitud de apertura y aceptación. Generar nuestras propias imágenes es un rico proceso de hallar nuestra potencia y recursos personales dentro de nuestra propia fuerza creativa. Es por esto, que las artes expresivas, en su metodología, nos invitan a conectarnos con la profunda belleza que surge de nosotras y que nos toca el alma, como paso previo a hacer una disección formal o interpretativa. Más bien nos proponen recuperar el placer estético en un íntimo y pausado diálogo con la imagen que porta una existencia propia y es ajena a presumibles significados que pretenden despojarla de su naturaleza.